Grandes son las caricias de buenaventura que al morir el sol aparecen
sigilosas, intuitivas. Se desgastan los minutos entre afiladas carcajadas,
abrigo desmedido que ensombrece la rutina y da descanso acurrucado al desván
polvoriento del alma. Siluetas en la sombra reverdecen almohadas y el fugaz
sendero que te lleva a la luna. No hay instantes renegados en los auspicios del
delirio, pues postrado boca arriba enmudecen inquietas yemas, deseosas de
sollozar a gritos estandartes melindrosos de insignias difuminadas. Voraz
amalgama de medianoche que engulle la simiente de la verdad para desalojar
páramos enhiestos, para despojar secos mares, para sumergir en locuras banales
la desdicha del porvenir. El desgaste acumulado trajo consigo alabanzas,
pernoctando ralladuras olorosas de futilidad. Y al rallar el alba y escurrir su
aroma recordarás la tranquilidad que te dieron aquellas palabras lanzadas al
vuelo, para nunca pensar más en castillos derruidos en épocas turbulentas.
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